Mi compañero de piso ha roto el frasco de cristal de aftershave.
No tengo impedimento en compartir todo en casa, de hecho, en alguna ocasión también me ha tocado pedir prestado algo de arroz o un puñado de fideitos, pero es que ha roto el frasco de cristal de aftershave.
El frasco de cristal de aftershave está en mi armario del baño, en la parte izquierda, en la bandeja central, ni muy arriba, ni muy abajo, a la vista de todo el que abra la puerta de ese mueblecito con espejo frontal, un pelín al fondo, es con lo primero que te encuentras cuando abres; crema hidratante, gel facial, serúm y el frasco de cristal.
La pasta de dientes vale, el champú, el detergente, el aceite, la sal, todo eso de acuerdo. Pero el frasco de cristal de aftershave que está en la bandeja central del armario del baño no. Creo que la convivencia tiene unos límites.
Me avisó tras lo sucedido, "se ha caído, se ha roto, hay cristales por todo el baño y huele a aftershave", nunca pensé que fuera el mío, tampoco él lo dijo. Nunca pensé que utilizara el mío, nunca pensé que rompiera el mío, nunca pensé que no lo fuera a reponer.
Y no me jode que haya roto el frasco de cristal de aftershave, tampoco me jode que no lo haya respuesto -ha pasado ya semana y media-, ni mucho menos me jode el descubrir su ausencia tras el afeitado mensual, lo que me jode es que ese frasco de cristal de aftershave que ha roto fue el último regalo que mi expareja me hizo.
Ya saben, el mundo actual del cuidado facial está en plena erupción, cuantas más cremas y más tónicos y más antiojeras y más árbol de té mejor, y todos nos contagiamos, porque creemos que todo nos pertenece, hasta el cuidado de los demás. Nos preocupamos de los demás porque queremos que se asemejen a la idea que tenemos de ellos en nuestras cabezas.
Y me regaló el pack completo, incluso crema que hizo ella con aceites de coco y no sé qué más. Le puso mucho empeño, le puso mucho amor. Y ahora ese amor se ha desparramado por todo el suelo del baño, cristral a cristal, impregnando las paredes con un olor a varonil, un olor rancio, ese que olfateas cuando coincides en el ascensor con un señor mayor que se sobrepasó con los chigates de colonia masculina.
Y en realidad da igual, ni lo he hablado con él, ni le he echado en cara la carencia de responsabilidad. Es un poco como mi antigua relacción, no es el primer frasco de cristal de aftershave que se rompe. Tampoco creo que sea el último.